sábado, 25 de octubre de 2014

Érase una cosecha del noventa y siete

Supongo que como todos lo que nacimos en octubre, mi existencia es fruto de un brindis de año nuevo. De uno tras otro.
Nunca tuve una gran memoria, pero me suena que fui recibido con gran alegría y asombro por mi padre: "JODER QUÉ RAB.. PERO QUÉ LE HAC.. Ah que es el cordón occipital ese, vale vale cortadlo..."

Cerré mi primer contrato con CK recién
cumplidos los cuatro años.
Nací en el seno de una familia acomodada en las proximidades del centro valenciano. De clase media-alta-baja (dependiendo del día del mes) pasé mis primeros años en lo que hoy es conocido como Carmela's. Llegué con la convicción de que sería el rey, y fue entonces cuando conocí a mi hermana. Desde entonces supe que sería un rival temible en la búsqueda del amor y el calor conyugal.

Durante los primeros años, tras lo que parecía un par de sonrisas, se escondía
 una rivalidad por el protagonismo familiar legendaria

Mis siete años de inexperiencia fueron un factor que jugó en mi contra.  Recuerdo ser culpado de crímenes que jamás cometí, tales como Homicidio Imprudente del orinal rosa de plástico al sentarme encima o Secuestro Involuntario del mando a distancia cuando me lo llevé a mi cuarto.
Estaba harto de ejercer como chivo expiatorio de las fechorías de mi hermana así que aposté por dominar el lenguaje humano. Desde entonces tuve derecho a juicios en los que exponer mi defensa y una vez acabada la Tiranía de las Treinta Acusaciones, Carmela's se convirtió en un lugar un poco más justo. Podría decirse que me superé a mi mismo.
No tardé en independizarme y abandonar la cómoda y segura cuna del cuarto de mis padres para afrontar la realidad de mi edad y dormir en una cama. Alcancé la plena superación de mis miedos cuando empecé a dormir con la luz apagada, si bien siempre acompañado de mi fiel peluche de Batman.
Mis dotes interpretativas en funciones de ciencia ficción
 fueron aplaudidas por la opinión pública
Total, que me planté con mis tres añazos y la vida resuelta. Superada mi adicción a los potitos, gozaba de una estabilidad económica que me permitía lujos de la talla de numerosos chupetes y en las mejores navidades, Hot Wheels. Pese a las dificultades que ocasionaba un pañal que suponía alrededor del 70% de mi masa corporal, caerme al suelo al intentar andar recto ya era cosa del pasado. Ya estaba preparado para el colegio.

No fue nada fácil. Mi dominio de la escritura era nulo, pero aprendidas las seis letras que forman mi nombre, nadie se percató y fui el primer galardonado de mi promoción con la  pegatina de estrella brillante en la frente. Fruto de la alegría ser un adelantado al resto de mis compañeros, decidí darme un festín de plastelina para cenar. Porque solo se vive una vez.






Mi atrevido peinado fue tema de debate durante el rodaje de "Grease, el Festival"
A base de diversas experiencias, aprendí la importancia del concepto "jerarquía familiar": Mi padre tomaba decisiones que eran respaldadas por mi madre, cuestionadas por mi hermana y desobedecidas por mi. Por ello no tardé en posicionarme como el bala perdida de la familia.
También aprendí la importancia del ocio personal.




Golfo desde entrado el año dos mil, mi lugar de esparcimiento favorito no era otro que una tierra desprovista de leyes, de horarios y de preocupaciones, llena de libertad y emociones, todo campo y malos olores: EL PUEBLO. Ninguna magnitud física me impidió continuar con mi búsqueda del límite humano: Ni la energía mecánica de un sistema formado por un columpio y yo; ni la velocidad y aceleración de una bicicleta sin frenos cuesta a bajo ni tampoco la gravedad terrestre cuando pierdes el equilibrio cruzando un río.





Desde pequeño, mi pasión por la comida 
se hizo eco en los cumpleaños.





Mis problemas con el juego estuvieron a punto de hacerme perderlo todo
Numerosas lesiones amenazaron mi integridad física pero los fármacos me ayudaron a recuperarme, entrando en una espiral de drogadicción que afortunadamente, fue subsanada a tiempo. Qué sería hoy de mi si hubiera continuado con esa ingesta masiva de Smints de Limón.
Tras años de aprendizaje, de penas y glorias, de más aprender que estudiar y después de adquirir cierto bagaje cultural, mi padre tomó el timón de mi vida y me mandó a Irlanda. Tanto mis progenitores como mi hermana sabían cuándo me iba, pero la fecha de mi vuelta daba lugar a controversia. Al llegar a aquella mansión irlandesa me esperaban un ebanista de lo más entrañable, tres monstruos cuellicortos de lo más adorables y ella, una madre que ejercía una dictadura totalitaria basada en la sumisión de los hombres a sus necesidades. No era de extrañar pues, que sólo ella y la perra de la casa hicieran las cinco comidas del día.




Pizarra encontrada a mi vuelta de Irlanda.
 Las teorías eran múltiples y variadas

Yo ya tenía Whatsapp
A mi vuelta a casa, numerosas prendas de los locos años setenta de Carmela y Vicente habían invadido mi armario. Pensé que el viaje era por mi bien, pero nada más lejos de la realidad, fue todo una trampa para invadir mi espacio. Uno de los engaños a los que se me ha ido sometiendo a lo largo de mi corta vida. Recuerdo en particular, mi viaje a Disneyland.
Contando con mi inocencia y mi incipiente estupidez natural, fui convencido de que íbamos en avión al pueblo. Fueron numerosos los detalles que pasé por alto:


La cartografía fue descartada debido a mi incapacidad geográfica

1. A mi pueblo se puede ir perfectamente en coche.
2. El avión, seguramente, sea más grande que la superficie de mi pueblo.
3. ¿Qué coño hacían las casi doscientas personas que había en el avión yendo a un pueblo que su población máxima es de 30 personas en época estival?
4. ¿ Por qué al llegar la gente hablaba en francés?
5. Mickey Mouse no es primo mío, no tenía por qué encontrarse allí.










"Billie Jean, is not my love..."
Esta es mi historia. Quisiera dar gracias a quien me dijo que abriera un blog, sin esta gente yo ahora seguramente estaría debajo de un puente. O encima, en busca del suicidio. Belén, Daniel, Carlos, padres y hermana, GRACIAS.
Hoy es mi cumpleaños y no espero grandes cambios. Solo sé, que de los posibles regalos de hoy, voy a quedarme con quien ha venido a leerme. Con cariño y cuanto menos, agradecido,
Vicente.


lunes, 1 de septiembre de 2014

Érase un Feliz Cumpleaños

Pues sí chavales. Hoy cumplo 38 años. Treinta y ocho y días, no sabéis cuántos pero días.
Nací hace cincuenta y cuatro años. -¡Viejo! diréis algunos, y pocos tendréis razón. Pues no viejo por lo cumplido sino por la emoción con la que he vivido:

"Nací en el seno de una familia valenciana humilde, pero feliz. Con dos años empezaron mis problemas con el alcohol, pero el chupete no me dejó caer y hoy soy alguien gracias a él. Mi vida académica finalizó demasiado pronto, pero me curtió en lo que a la vida se refiere. Salí de aquel colegio con numerosos conocimientos. Ya no había cerradura que se me resistiera. Pronto empecé a ganarme el respeto de mis allegados como un híbrido entre un delincuente cabrón y un pobre honrado.
Con el paso de los años me interesé por la velocidad y acabé en el mundo del karting, un mundo en el que no sólo triunfé sino que me enseñó mucho, tanto que me planteé a encaminar mi vida en esa dirección. Pero una piedra toledana de pelo rizado y nariz de trampolín se interpuso entre mi destino y yo. Se hacía llamar Carmela, y tras esas gafas de pasta se escondía una mujer que tenía que ser mía. Total, que cortejo y altar.
Con el anillo en el dedo, tocaba encaminar mi vida la laboral. La delincuencia no era una opción polticamente correcta pero sí recurrente en varias ocasiones. Analicé fríamente el mercado laboral, y tras no demasiados fracasos di con el negocio de oro. En un mundo en el que lo único que es seguro es que la gente se muere, un trabajo que viva de los muertos es un seguro de vida.
Tras haber viajado por el mundo, haber conocido el amor y haber disfrutado de la vida, tocaba poner los pies en el suelo para dejar huella. Necesitaba un heredero, alguien a quien brindarle mis infinitos conocimientos. Y varios colchones de látex después, llegó. No sé ni cuánto medía ni cuánto pesaba, esas cosas las llevaba Carmela. Pero se llamaba Arantxa. Durante sus primeros siete años se configuró como la esperanza de la familia. Era una mujer caprichosa a la que se le habían de satisfacer las necesidades. Numerosas mascotas murieron capricho de sus deseos de encerrarlas. 
En casa había un trastero. No era muy grande pero cabía una cuna de paja. Asi que decidimos darle uso. Antes que una biblioteca o un gimnasio, y a petición de la joven Arantxa, fuimos en busca de una hermanita. Fue un gran golpe para toda la familia descubrir que no venía otra mujer, sino un chico. En ese momento tendríamos que haber entenido las señales de la madre naturaleza, pero las ignoramos. No desistimos en el deseo de darle un uso a aquel cuarto. Así que poco después de comprar la cuna llegó él.
Cuando me lo dieron, mi primer pensamiento fue el divorcio. El fregadero se rompía muy a menudo y el "pequeño" Vicente tenía una piel muy similar a Abd-hel-Yhamnsir,  nuestro fontanero de confianza. Lo segundo que pensé es qué cené hace nueve meses. Nunca entendí cómo un niño tan gordo habia salido de mi huevera. Era un cruce entre un gitano y su propia cabra. Con tantas emociones casi se nos pasa el periodo para registrar al chiquillo. No hubo tiempo para hacer un sondeo familiar con los nombres más populares y tuve que elegir entre el código de barras que me ofrecía la mujer del registro o hacer doblete y llamarle Vicente.
Recuerdo que en el pueblo tuvimos grandes percances. Bueno, él solo. Vicente y su grupo sanguíneo fueron bien conocido en cada una de las casas del pueblo. Pues no sólo se subía a cualquier bici que no llevara dueño, sino que se caía siempre. Desde aquí quisiera pedir perdón por todas las bicis destrozadas al poco tiempo de ser robadas. Y también dar las gracias a "Talleres Pedal", un negocio que gracias a mi hijo, ya tiene sucursal en California Beach. Por suerte para él, me vi reflejado en su sed de velocidad. Así que el día menos pensado, me lo llevé una tarde a los karts a ver qué tal. Nueve años duró aquella aventura. El chiquillo ha salido volando un par de veces y le falta la punta de un par de dedos pero ya no babea cuando come. Los médicos dijeron que no era por sus accidentes, que le darían una paguita."
Tíos, el tiempo pasa muy rápido. A estos cabrones les pagas los estudios y enseguida se van de casa. Ya no tengo más retos que conseguir. He tocado techo como hombre. Y aquí estoy, en mi masia del campo cortando fuet. Boli en mano, copita de Möet y folio en blanco.

sábado, 21 de junio de 2014

Érase un asesinato

A penas faltaba un mes para el viaje a Canterbury. Con el Sol haciéndose hueco por mi piel y mis pintas gitanescas, el miedo a ser deportado al llegar a Londres por amemaza terrorista corría por mis venas. Así que decidí ir a cortarme el pelo, ya que el siguiente eclipse lunar era alrededor del año dos mil diecinueve y mis pintas ya no eran ni occidentales.

Cómo no, para ello necesitaba un dinero del que no disponía. Me duché, hice la cama, puse la mesa, la quité, limpié, fui a hacer la compra... y tras un duro día de tareas domésticas de hijo responsable y con mi pijama de las ocasiones especiales fui a pedirle un préstamo a Carmela. Pese a mis esfuerzos, no pude cerrar satisfactoriamente la negociación. Las razones que Carmela, mi directora financiera me dió fueron las siguientes:
1. Doce euros es muy caro.
2. Porque te lo digo yo que soy tu madre.

Desolado pero no derrotado, una luz se abrió en mi camino.
Antes de dejarme abandonado, Carmela me propuso un plan. En aquel momento me alegré de encontrar una solución, pero más tarde hubiera agradecido aquel abandono que por desgracia, nunca llegó.

La solución de Carmela, como buena madre, respondía a un precio más económico. Me recomendó ir a una peluquería a la que ella fue una vez. En ese momento no se me ocurrió pensar por qué sólo habia ido una vez y no más, pero más tarde lo entendí todo.

Partí hacia lo desconocido, no solo por el hecho de no saber cómo iba a quedarme el pelo, sino porque desconocía dónde estaba la peluquería.
Obedecí fielmente las instrucciones de mi madre, que rezaban algo así como: "Sí hombre sí, detrás del supermercado ese que está por donde vive el niño ese gordo que iba a tu clase. Que vive María Jesús, la de El Corte Inglés. Ay, voy a llamarla antes de que se me olvide... Compra pan."

Inesperadamente llegué antes de que anocheciera. Ante mi se encontraban las puertas de lo que para mi sorpresa, no era una peluquería, sino una escuela de peluquería. Realmente en el cartel ponía eso, pero yo personalmente prefierí llamarlo infierno.

Entré y lo que más me llamó la atención fue la moqueta tan colorida que tenían, toda ella muy abstracta y de muchos colores. Pronto apareció la Vane con su escoba y devolvió al parqué el protagonismo que se merecía como auténtico suelo del local. Lo segundo que vi fue un pasillo que parecía terminar en el infinito, todo él, repleto de un rebaño de señoras sentadas delante de un espejo pasando las hojas de sus revistas de divulgación del mundo del corazón con la mirada perdida, ya que ninguna se había traido los monóculos, pero los colorines de las revistas les resultaban más amenos que su propio reflejo.

Delante de mi había un hombre con su hijo. Aproveché que eran los únicos hombres a los que les iban a cortar el pelo para analizar la técnica del personal de la peluquería. El niño pequeño lo puso fácil. Su idea de pelo maceta fue entendida perfectamente por las peluqueras, quienes bordaron su actuación. Aquello me dio un respiro, que con el corte de pelo del padre se desvaneció. El hombre pidió cortarse el pelo al cero, algo que hasta aquel día, pensaba que cualquiera podía hacer. Fue una desilusión ver cómo una sola cabeza requirió seis manos de tres peluqueras, una de las cuales era la jefa del lugar, la pastora del rebaño, la madre de todas, la Preñada, quien demostró que la experiencia es un grado.

Horas y horas más tarde, llegó mi turno. Estaba nervioso porque sabía ya que iba a quedar mal pero no podía cambiar mi destino. Me senté en aquella silla que para mi desgracia no era eléctrica, simplemente pegajosa debido al sudor del culo del hombre que acababa de salir con su pelo al cero con setenta y cinco tres ocho dos nueve...

Me esperé al menos que me pusieran una capa para no ensuciarme la ropa pero aquel día no dejó de ser una decepción detrás de otra. La aprendiz se armó con su maquinilla dispuesta a acabar con mi pelo, y tuve que detenerla. Más tarde que pronto, cayó que faltaba la capa. Una vez me la puso, no la abrochó, lo cual se cayó. Mis orejas estaban rojas como dos aros de cebolla. No sabía cuánto tiempo permanecerían pegadas a mi cuerpo y lo pasé realmente mal. Pese a la capacidad destructiva de la maquinilla, temía mucho más a las tijeras de la joven aprendiz. Que nadie se piense que no hubiera tenido miedo si hubiera sabido encenderla. Tras sus más y sus menos con el cabezal, empezó a cortar y a cortar por donde pillaba. La cantidad de pelo de mi cabeza se reducía en la medida en la que volvía a aparecer una moqueta encima del parqué. Llegó un momento en el que el pelo era desagradable al ojo humano, y la joven aprendiz se declaró en huelga de tijeretazos caídos y llamó a Preñada. Antes de que llegara me confesó que no sabía cortar el pelo para hacer crestas y yo puse cara de muñeca hinchable para finjir sorpresa pese a que hubiera quedado bastante claro.

Cuando se cansaron de jugar a los jardineros mancos con mi pelo, dieron por hecha la faena y me quitaron la manta como si no hubiera pelos encima, ensuciándome hasta partes del cuerpo que no sabía que tenía. No fue hasta que pagué cuando Preñada me dijo que había quedado bien pero había unos "escaloncitos por ahí detrás". Aquellos escaloncitos estaban fríamente estudiados, pues estaban situados en un ángulo muerto de mi cabeza al que mi vista no puede acceder por muchos espejos con los que intente reflejar. Acto seguido cerró la caja y me abrió la puerta.

La hora de la muerte de mi pelo fue sobre las tres de la tarde. Salí de aquella peluquería estafado totalmente. Recuerdo que lo último que hice fue ver en qué calle estaba ubicada. Me parecería injusto ser testigo de las cosas que suceden en ese local y no avisar a nadie. Por suerte para mi, el tiempo pasa, el pelo crece y pronto la calle estará precintada.

sábado, 7 de junio de 2014

Érase un último suspiro

Corría el verano del setenta y ocho. Por aquel entonces, doña Pili acababa de cumplir sesenta y dos años. Mujer del siglo pasado, llegó a nuestros días viva y en condiciones de imponer sus valores.

Doña Pili era la personificación de la vejez. Con la permanente bien alta, pasaba sus días en el supermercado robando pilas y chicles. Suceso tan discutible como inútil, pues no tenía aparatos a los que ponerle pilas ni dientes con los que rentabilizar los chicles.
Mujer de tradiciones, acostumbraba a criticar a la sociedad en la que vivía, llena de contradicciones.Nunca entenderé con qué obligación moral, una señora que al cabo del día habia ingerido siete pastillas y dos jarabes, era capaz de acusar a los jóvenes de ser unos drogadictos.
Menopáusica desde el cincuenta y seis, sus cambios de humor siempre fueron tan impredecibles como imperceptibles, pues paradójicamente vivía como un niño de cinco años. No por su energía o por su ilusión, (ambas inexistentes) sino porque desde su último infarto, vivía enganchada a una máquina.

Hacía tiempo que doña Pili había perdido la ilusión. Echaba de menos no a sus nietos, a quienes tachaba de monstruos cuellicortos que por suerte para ella, nunca le entendieron debido a sus escasos meses de vida. Tampoco echaba de menos a su marido. El señor Camilo hacía tiempo que se mudó al sofá decidido a llevar una vida vegetativa delante del televisor a medida que el asiento adquiría la forma de un culo tan arrugado que no se distinguía la parte este de la parte oeste.
A diferencia de sus nietos, su hijo sí que le importaba. Era una lástima que no fuera unívoco, pues Paco y doña Pili tuvieron una discusión en el noventa y siete que supuso el fin de la relación maternofilial que tenían. Paco estaba muy unido a su padre, más que este a su sofá y nunca perdonó a su anciana madre.

Desde entonces, la vida de doña Pili se redujo a esperar a que una máquina respirara por ella. Artrítica desde principios de este siglo, sus últimas horas se limitaron a echar de menos sus días de gloria en los que andar implicaba sostenerse a sí misma en pie y no con un taca-taca. Recordaba con claridad todas aquellas tardes en el parque, camelándose al señor Prudencio, vigente campeón de petaca y hombre casado, quien sucumbió a los cruces de piernas de la señora Pili, que ahora daba gracias si conseguía ver un recuerdo de aquellas piernas entre tanta arruga.
Su reloj  llegó a cero. El respirador ya no daba tono. Doña Pili murió feliz, haciendo lo que más le gustaba: pensar en el señor Prudencio y en lo poco que faltaba para verle.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Érase un par de amigos

No fue hasta poco después de separarme de mis progenitores cuando empecé a explorar en condiciones el poblao. Callejeando entre edificios que iban a la carrera por caerse, encontré este bonito patio interior. Resultó estar ocupado por un negro y por una masa de humo tras la que se escondían un hombre de unos trescientos años, su guitarra y su puro. Señor era de pelo pobre. Sobre su calva, se reflejaba el brillo de los piños de Negro, que contrastaban con los de Señor, pues tras numerosos cálculos estimé que tenía menos dientes que cuerdas tenía la guitarra. Pronto entablé amistad con aquellos pintorescos personajes. O eso pensaba. Ninguno de ellos me preguntó qué hacía ahí. Las conversaciones se veian interrumpidas por lo que Señor se atrevió a denominar "mis coplillas". Fue entonces cuando caí en la cuenta de por qué en un sitio tan bonito sólo había dos personas. Negro, por el contrario no mostraba disgusto alguno ante las composiciones de Señor, sonreía mucho, cosa que yo no entendía. Al poco tiempo sacó un mechero y se encendió un poleo menta. A la tercera calada le perdí de vista. Supe que seguía ahí por sus brillantes dientes y por el brillo rojizo que adquirían sus ojos. Mientras tanto, Señor amenazaba con otra coplilla. Tenía la cuerda de su guitarra recién afinada, y no tenía ningún miedo a usarla. Yo por el contrario sí que empezaba a tener miedo, así que decidí huir al encuentro de mis paternos. Fueron unos diez minutos intensos, llenos de psicotrópicos. Salí de allí haciendo eses pero tranquilos, hice dos amigos, uno de ellos camello.

lunes, 19 de mayo de 2014

Érase la vida a otro nivel

La playa es preciosa. No sólo por lo que ves, sino por lo que oyes, pero sobretodo por lo que imaginas:
Pablito, siete años. Complexión raquítica. Bañador fardapaquete rojo de Zara kids. De personalidad dominante, está bien situado socialmente. Es por ello por lo que parece dominar el cotarro costero.
A su lado pero muy por debajo de su estatus social, encontramos a Pedrín.
De personalidad nula, su mayor ambición es asemejarse a su referente, Pablito. Escaso de juguetes, Pedrín establecerá una relación de amor-odio ante Pablito, quien no sólo posee la mayor cantidad de juguetes sino que los tiene reservados para su uso y disfrute personal. Esto le llevará a dejarse avasallar haciéndole los deberes en numerosas ocasiones y mirándole a los ojos solo cuando este no se de cuenta.
Al margen de todo esto, se encuentra Manolín. Manolín es el modelo a seguir. Tras sus gafas de culo de vaso y sus mofletes infinitos, se esconde un chico de gran corazón, de grandes huesos. Acumula cero notitas en su agenda, y ha sido galardonado recientemente con La Pegatina de la Estrellita, premio al mérito estudiantil, un logro utópico para sus dos compañeros, quienes van a la carrera por llegar a la nota más baja posible.
La conversación que tuvieron los tres amigos trató un tema candente, de rigurosa actualidad que afectaba a todos los presentes. Pablito, tras numerosas tardes de relación con Susi,  había puesto punto y final a su relación. Pese a estar herido por dentro, alardeaba de sus logros, pues se había introducido en su casa y en su cuarto, donde se había acercado un poco más a la mentalidad femenina. La conversación acabó antes de lo que yo esperaba:
"-Total, que le dije: Mira, si no tienes el Pokemon Esmeralda para la Game Boy no puedo seguir contigo.-sentenció Pablito en un tono firme y contundente ante la cara de asombro de sus compañeros.
-¿LA DEJASTE ALLÍ MISMO? -Pedrín ya sabía la respuesta pero hubo de ruborizarse en busca del favor de Pablito, quien ponía cara de empacho a medida que miraba su calipo. -¿A qué sabe ese calipo de limón?
-Si tío, y después de merendar Oreo con doble crema en su casa.- Reafirmó Pablito, sacando su pecho inexistente que con la forma de sus costillas se asemejaba más a un revistero que a otra cosa.
-Venga, vámonos a hacer los deberes de cono que la seño va a pasar a verlos. -Propuso Manolito en busca de una mejora en las calificaciones de sus amigos, pues era bien sabido que sus notas en cono habían sido pésimas.
-Sí, vámonos que yo ya llevo dos notitas en la agenda.-concluyó Pablito en un canto a la responsabilidad, atemorizado por el inminente arresto domiciliario de consola al que se enfrentaría si aparecía de nuevo con una notita en la agenda.
Los tres amigos subieron por la escalera que les había llevado a la playa. Pedrín devoraba con los ojos el calipo de Pablito, quien se resistió a dárselo. De naturaleza de cabrón, Pablito se deshizo del calipo antes que dárselo a probar a su amigo, quien se sintió tan frustrado como cuando se le quedó sin batería la nintendo con sus perritos a medio lavar. Los dos amigos se separaron para irse cada uno a su casa cuando repararon en que Manolín no había subido las escaleras todavía. Ambos se asustaron, y corrieron hacia la escalera, donde le encontraron sentado con la barriga hacia arriba y las gafas empañadas del esfuerzo. Había sido una mañana de playa muy tranquila.

domingo, 18 de mayo de 2014

Érase un trozo de tela vaquera.

Y ahí estaba yo, pasando las hojas de mi libro a medida que pasaba el tiempo, hasta que un niño irrumpió en el parque:
Calzaba un tres de pie. Pantalones a juego, cómo no, con su chupa vaquera. Todo cosido a partir del mismo trozo de tela de aproximadamente, medio decímetro cuadrado. Niño no levantaba más de cincuenta centímetros de suelo, pero bajo sus pies, bajo su mirada se abría un mundo de posibilidades a cada paso que daba.
Hablaba un idioma extraño, carente de vocales y de sentido. Un idioma que como sus zapatillas, como el mundo, le venía grande.
El niño tenía un extraño fetiche por comprobar la dureza del suelo. Experimento tras experimento, caía al suelo, confirmando una vez tras otra que efectivamente, caerse duele de cojones. Afortunadamente su pelo escarolado ejercía una función amortiguadora en favor de su existencia, que se reducía a caerse y a escupir a medida que desarrollaba su idioma. Pese a su dominio del parque, pronto un enemigo de su talla amenazó el control que tenía sobre la zona. Sí amigos, las hormigas habían irrumpido en su jurisdicción. Niño cayó al suelo estupefacto, sorprendido, atemorizado..  Pronunció unas extrañas palabras que su madre interpretó como el fin de la tarde del parque y huyó impunememte. Desde hoy, Niño es mi referente en el día a día. Espero verle pronto, tengo mucho que examinar de su pequeño ser.