sábado, 21 de junio de 2014

Érase un asesinato

A penas faltaba un mes para el viaje a Canterbury. Con el Sol haciéndose hueco por mi piel y mis pintas gitanescas, el miedo a ser deportado al llegar a Londres por amemaza terrorista corría por mis venas. Así que decidí ir a cortarme el pelo, ya que el siguiente eclipse lunar era alrededor del año dos mil diecinueve y mis pintas ya no eran ni occidentales.

Cómo no, para ello necesitaba un dinero del que no disponía. Me duché, hice la cama, puse la mesa, la quité, limpié, fui a hacer la compra... y tras un duro día de tareas domésticas de hijo responsable y con mi pijama de las ocasiones especiales fui a pedirle un préstamo a Carmela. Pese a mis esfuerzos, no pude cerrar satisfactoriamente la negociación. Las razones que Carmela, mi directora financiera me dió fueron las siguientes:
1. Doce euros es muy caro.
2. Porque te lo digo yo que soy tu madre.

Desolado pero no derrotado, una luz se abrió en mi camino.
Antes de dejarme abandonado, Carmela me propuso un plan. En aquel momento me alegré de encontrar una solución, pero más tarde hubiera agradecido aquel abandono que por desgracia, nunca llegó.

La solución de Carmela, como buena madre, respondía a un precio más económico. Me recomendó ir a una peluquería a la que ella fue una vez. En ese momento no se me ocurrió pensar por qué sólo habia ido una vez y no más, pero más tarde lo entendí todo.

Partí hacia lo desconocido, no solo por el hecho de no saber cómo iba a quedarme el pelo, sino porque desconocía dónde estaba la peluquería.
Obedecí fielmente las instrucciones de mi madre, que rezaban algo así como: "Sí hombre sí, detrás del supermercado ese que está por donde vive el niño ese gordo que iba a tu clase. Que vive María Jesús, la de El Corte Inglés. Ay, voy a llamarla antes de que se me olvide... Compra pan."

Inesperadamente llegué antes de que anocheciera. Ante mi se encontraban las puertas de lo que para mi sorpresa, no era una peluquería, sino una escuela de peluquería. Realmente en el cartel ponía eso, pero yo personalmente prefierí llamarlo infierno.

Entré y lo que más me llamó la atención fue la moqueta tan colorida que tenían, toda ella muy abstracta y de muchos colores. Pronto apareció la Vane con su escoba y devolvió al parqué el protagonismo que se merecía como auténtico suelo del local. Lo segundo que vi fue un pasillo que parecía terminar en el infinito, todo él, repleto de un rebaño de señoras sentadas delante de un espejo pasando las hojas de sus revistas de divulgación del mundo del corazón con la mirada perdida, ya que ninguna se había traido los monóculos, pero los colorines de las revistas les resultaban más amenos que su propio reflejo.

Delante de mi había un hombre con su hijo. Aproveché que eran los únicos hombres a los que les iban a cortar el pelo para analizar la técnica del personal de la peluquería. El niño pequeño lo puso fácil. Su idea de pelo maceta fue entendida perfectamente por las peluqueras, quienes bordaron su actuación. Aquello me dio un respiro, que con el corte de pelo del padre se desvaneció. El hombre pidió cortarse el pelo al cero, algo que hasta aquel día, pensaba que cualquiera podía hacer. Fue una desilusión ver cómo una sola cabeza requirió seis manos de tres peluqueras, una de las cuales era la jefa del lugar, la pastora del rebaño, la madre de todas, la Preñada, quien demostró que la experiencia es un grado.

Horas y horas más tarde, llegó mi turno. Estaba nervioso porque sabía ya que iba a quedar mal pero no podía cambiar mi destino. Me senté en aquella silla que para mi desgracia no era eléctrica, simplemente pegajosa debido al sudor del culo del hombre que acababa de salir con su pelo al cero con setenta y cinco tres ocho dos nueve...

Me esperé al menos que me pusieran una capa para no ensuciarme la ropa pero aquel día no dejó de ser una decepción detrás de otra. La aprendiz se armó con su maquinilla dispuesta a acabar con mi pelo, y tuve que detenerla. Más tarde que pronto, cayó que faltaba la capa. Una vez me la puso, no la abrochó, lo cual se cayó. Mis orejas estaban rojas como dos aros de cebolla. No sabía cuánto tiempo permanecerían pegadas a mi cuerpo y lo pasé realmente mal. Pese a la capacidad destructiva de la maquinilla, temía mucho más a las tijeras de la joven aprendiz. Que nadie se piense que no hubiera tenido miedo si hubiera sabido encenderla. Tras sus más y sus menos con el cabezal, empezó a cortar y a cortar por donde pillaba. La cantidad de pelo de mi cabeza se reducía en la medida en la que volvía a aparecer una moqueta encima del parqué. Llegó un momento en el que el pelo era desagradable al ojo humano, y la joven aprendiz se declaró en huelga de tijeretazos caídos y llamó a Preñada. Antes de que llegara me confesó que no sabía cortar el pelo para hacer crestas y yo puse cara de muñeca hinchable para finjir sorpresa pese a que hubiera quedado bastante claro.

Cuando se cansaron de jugar a los jardineros mancos con mi pelo, dieron por hecha la faena y me quitaron la manta como si no hubiera pelos encima, ensuciándome hasta partes del cuerpo que no sabía que tenía. No fue hasta que pagué cuando Preñada me dijo que había quedado bien pero había unos "escaloncitos por ahí detrás". Aquellos escaloncitos estaban fríamente estudiados, pues estaban situados en un ángulo muerto de mi cabeza al que mi vista no puede acceder por muchos espejos con los que intente reflejar. Acto seguido cerró la caja y me abrió la puerta.

La hora de la muerte de mi pelo fue sobre las tres de la tarde. Salí de aquella peluquería estafado totalmente. Recuerdo que lo último que hice fue ver en qué calle estaba ubicada. Me parecería injusto ser testigo de las cosas que suceden en ese local y no avisar a nadie. Por suerte para mi, el tiempo pasa, el pelo crece y pronto la calle estará precintada.

sábado, 7 de junio de 2014

Érase un último suspiro

Corría el verano del setenta y ocho. Por aquel entonces, doña Pili acababa de cumplir sesenta y dos años. Mujer del siglo pasado, llegó a nuestros días viva y en condiciones de imponer sus valores.

Doña Pili era la personificación de la vejez. Con la permanente bien alta, pasaba sus días en el supermercado robando pilas y chicles. Suceso tan discutible como inútil, pues no tenía aparatos a los que ponerle pilas ni dientes con los que rentabilizar los chicles.
Mujer de tradiciones, acostumbraba a criticar a la sociedad en la que vivía, llena de contradicciones.Nunca entenderé con qué obligación moral, una señora que al cabo del día habia ingerido siete pastillas y dos jarabes, era capaz de acusar a los jóvenes de ser unos drogadictos.
Menopáusica desde el cincuenta y seis, sus cambios de humor siempre fueron tan impredecibles como imperceptibles, pues paradójicamente vivía como un niño de cinco años. No por su energía o por su ilusión, (ambas inexistentes) sino porque desde su último infarto, vivía enganchada a una máquina.

Hacía tiempo que doña Pili había perdido la ilusión. Echaba de menos no a sus nietos, a quienes tachaba de monstruos cuellicortos que por suerte para ella, nunca le entendieron debido a sus escasos meses de vida. Tampoco echaba de menos a su marido. El señor Camilo hacía tiempo que se mudó al sofá decidido a llevar una vida vegetativa delante del televisor a medida que el asiento adquiría la forma de un culo tan arrugado que no se distinguía la parte este de la parte oeste.
A diferencia de sus nietos, su hijo sí que le importaba. Era una lástima que no fuera unívoco, pues Paco y doña Pili tuvieron una discusión en el noventa y siete que supuso el fin de la relación maternofilial que tenían. Paco estaba muy unido a su padre, más que este a su sofá y nunca perdonó a su anciana madre.

Desde entonces, la vida de doña Pili se redujo a esperar a que una máquina respirara por ella. Artrítica desde principios de este siglo, sus últimas horas se limitaron a echar de menos sus días de gloria en los que andar implicaba sostenerse a sí misma en pie y no con un taca-taca. Recordaba con claridad todas aquellas tardes en el parque, camelándose al señor Prudencio, vigente campeón de petaca y hombre casado, quien sucumbió a los cruces de piernas de la señora Pili, que ahora daba gracias si conseguía ver un recuerdo de aquellas piernas entre tanta arruga.
Su reloj  llegó a cero. El respirador ya no daba tono. Doña Pili murió feliz, haciendo lo que más le gustaba: pensar en el señor Prudencio y en lo poco que faltaba para verle.